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domingo, 28 de octubre de 2007

Un tal "Altazor" de Vicente Huidobro. Diario de un interno!

De tiempo en tiempo, pasan por este asilo "genios" incomprendidos por la sociedad, parias para ciertos círculos, desterrados, no reconocidos, marginados, envilecidos, abyectos y desalmados. Sin embargo algunos de esos "toques" de genialidad han quedado registrados en nuestros anaqueles empolvados y vetustos, para recordar y homenajear a esas mentes privilegiadas y perdidas para que estos púberes que se las dan de pseudointelectuales aprendan algo de nuestras mentes brillantes.

Soy yo Altazor el doble de mí mismo

El que mira obrar y se ríe del otro frente a frente

El que cayó de las alturas de su estrella

Y viajó veinticinco años

Colgado al paracaídas de sus propios prejuicios

Soy yo Altazor el del ansia infinita

Del hambre eterno y descorazonado

Carne labrada por arados de angustia

¿Cómo podré dormir mientras haya adentro tierras desconocidas?

Problemas

Misterios que se cuelgan a mi pecho

Estoy solo

La distancia que va de cuerpo en cuerpo

Es tan grande como la que hay de alma en alma

Solo...


Soy todo el hombre

El hombre herido por quién sabe quien

Por una flecha perdida del caos

Humano terreno desmesurado

Sí desmesurado y lo proclamo sin miedo

Desmesurado porque no soy burgués ni raza fatigada

Soy bárbaro tal vez

Desmesurado enfermo

Bárbaro limpio de ruinas y caminos marcados

No acepto vuestras sillas de seguridades cómodas

Soy el angel (sic) salvaje que cayó una mañana

En vuestras plantaciones de preceptos.

Poeta

Anti poeta

Culto

Anti culto

Animal metafísico cargado de congojas

Animal espontáneo directo sangrando sus problemas

Solitario como una paradoja

Paradoja fatal

Flor de contradicciones bailando un fox-trot

Sobre el sepulcro de Dios

Sobre el bien y el mal

Soy un pecho que grita y un cerebro que sangra

Soy un temblor de tierra

Los sismógrafos señalan mi paso por el mundo...


Altazor (Extracto del canto primero)

domingo, 21 de octubre de 2007

Una relectura del "Laberinto de la soledad" de Octavio Paz

La primera vez - conscientemente - que me sentí marginado, recluído, al borde de lo institucionalizado fue en el año 1992, cuando por esos azares de la vida tuve que darme unos nueve meses de tratamiento para el mal de la injusticia burocratizada, estamentada, de la cual sólo pudo sacarme HHC a quien aprovecho de dedicarle esta entrada tras diez años de su partida al Valle de Josafá. El ocio de esos meses me llevaron a escribir lo que a la postre sería mi primer escrito "pseudocientífico" como historiador y, por añadidura, ganar un concurso historiográfico con pasajes directos a Temuco, lugar donde se celebraba un coloquio de estudiantes para conmemorar los 500 años de la europeización de este continente.

La ponencia se llamaba "América o el sufrimiento de hacer un continente" y básicamente exploraba el encuentro de los dos mundos con especial hincapié en la óptica que representaba la visión de los vencidos. En ese contexto me encontré con Octavio Paz, Nobel mexicano que entre su vasta producción había desarrollado un ensayo en el cual planteaba las raíces identitarias del ethos mexicano; pero soslayando ese transfondo, el texto exploraba una epísteme mucho más profunda, enquistada en principios comunes para gran parte de Latinoamérica, la soledad.

La soledad, el sentirse y el saberse solo, desprendido del mundo y ajeno a sí mismo, separado de sí no es característica del mexicano. Todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos; y más: todos los hombres están solos. Vivir, es separarnos del que fuimos para internarnos en el que vamos a ser, futuro extraño siempre. La soledad es el fondo último de la condición humana. El hombre es el único ser que se siente solo y el único que es búsqueda de otro... La soledad es una pena, esto es, una condena y una expiación. Es un castigo, pero también una promesa del fin de nuestro exilio. Toda vida está habitada por esa dialéctica... Nacer y morir son experiencias de soledad. Nacemos solos y morimos solos. Nada tan grave como esa primera inmersión en la soledad que es el nacer, sino es esa otra caída en lo desconocido que es el morir.

Desde el punto de vista de Paz, entonces, la soledad sería connatural a nuestras existencias asi como también la ruptura de ella; sin embargo, en culturas como las nuestras existe un círculo en extremo poderoso que nos ata, nos lía y nos sujeta a ella con un inusual lastre construido por el pasado que nos impide a concretar esa sociedad moderna a la cual Lühmann llama las sociedades funcionalmente diferenciadas. El por qué de la existencia de este obstáculo tiene que ver con que en la génesis de nuestra historia latinoamericana se produjo una "violación" física y mental perpetrada por los vencedores. Somos el resultado - como cultura Latinoamericana - de una afrenta sexual que perduró en el tiempo y se hace patente en muchos rasgos de nuestra cotidianeidad. No vamos a explayarnos en el surgimiento de nuestra raza mestiza ni en la relación - barraganía, amancebamiento o violación - que tuvieron los conquistadores con las nativas al momento de colonizar América; pero sí vamos a tomar de Gabriel Salazar la relación de un peón o un gañán - mestizo - con su mujer y sus hijos durante cualquiera de los siglos que van del XVII al XX para ver que el común denominador se vuelve a transformar en una soledad institucionalizada.

No se hizo presente el día del parto. Tampoco había aparecido en el último tiempo del embarazo... No se hizo cargo de ninguno de los niños... los hombres como Mateo no formaban familia. Se sentían compelidos, más bien, a "andar la tierra"... atravesando la cordillera. Apareciendo y desapareciendo... Así, poco a poco, de pura ausencia y "noticiamiento", un papá del tipo de Mateo Vega se iba transformando, en la mente de sus hijos, en una especie de leyenda. En un padre mítico, legendario, pero lejano e inútil. Por eso, a veces, se le admiraba, pero las más de las veces se le temía y rechazaba.


Cuando de permanencias históricas se trata, la figura del padre, del procreador parece desvanecerse por completo en nuestro continente y en nuestras culturas. No es extraño que el mestizo durante la Colonia haya sido rechazado por padre y madre por no presentar rasgos fisonómicos de ninguno de ellos. Es lógico entonces, si ese niño no era europeo y tampoco nativo, que se produciera el abandono de la criatura a su suerte por constituirse en un "otro", en una alteridad con respecto a los prejuicios de todos los estamentos sociales del Chile colonial y republicano. Es el mal de nacer "huacho" y de constituirse en el producto indeseado del tipo de relación que fuese, tanto para sus padres como para la sociedad institucionalizada. Al respecto, Gabriel Salazar apunta ¿Qué sentía mamá cuando escapaba corriendo de vuelta hacia su rancho? ¿Iba con pena? ¿Iba llorando? Tal vez si. Pero es probable también que no, porque, según lo que revela otro de sus "procedimientos", solía regalarnos, a plena luz del día y con una gran sonrisa en sus labios - como si fuéramos una flor de su jardín - , a algún patrón o patrona muy querido para ella. Y no era todo: otras veces preferían vendernos a la usanza - como se denominaba este "procedimiento" - a los mercachifles que proporcionaban niños huachos y chinas a las casonas y palacios de Santiago, que devoraban y consumían sirvientes como si fueran "frutos del país". En la capital, los huachos servíamos para rellenar cualquier oficio servil: desde esclavos puertas adentro de las casas señoriales, hasta las plazas vacías del Ejército de la Patria; todo, por supuesto, a "ración y sin salario". Pero eran muchas las mujeres - más de lo que cualquiera pudiera imaginar - que, en su desesperación, tomaban la decisión suprema de deshacerse de nosotros de un modo más directo: arrojándonos al fondo de una quebrada. Allí, entre el barro y el estiercol, terminábamos convertidos en carne para perros, ratas y chanchos".


La sociedad chilena del S.XIX próspero y rico gracias al carbón, el trigo y el salitre buscó en la filantropía y en algunas familias de buena voluntad acoger a estos niños; más tarde, sobre todo, desde 1930 en adelante y hasta 1973, fue el Estado el que se consagró a generar mayor justicia social. Sin embargo, quedó pendiente la tarea de reconocernos como sociedad y, también, como lo "otro".

El latinoamericano, en general, y nosotros los chilenos en particular, atesoramos intrínsicamente ese pasado patronal - atestiguado en nuestra tradición estatista, vista ésta como un padre siempre dispuesto a proveer al necesitado y, también, a castigar al que rompe el modelo preestablecido; de allí también nuestra tendencia al autoritarismo político - en donde la desconfianza, el disimulo, la reserva cortés que cierra el paso al extraño, la ironía, todas, en fin, las oscilaciones psíquicas con que al eludir la mirada ajena nos eludimos a nosotros mismos, son rasgos de gente dominada, que teme y que finge frente al señor (ejemplos sobran como el caso de la jerarquía burocrática en el tipo de empresa que sea). Es revelador que nuestra intimidad jamás aflore de manera natural, sin el acicate de la juerga, el alcohol o la muerte. Esclavos, siervos y razas sometidas se presentan siempre recubiertos por una máscara, sonriente o adusta. Y únicamente a solas, en los grandes momentos, se atreven a manifestarse tal como son. Todas sus relaciones están envenenadas por el miedo y el recelo (manifestación típica en Chile el chaqueteo y el cahuineo). Miedo al señor, recelo ante sus iguales. Cada uno observa al otro, porque cada compañero puede ser también un traidor. Para salir de sí mismo el siervo - entiéndase cualquier empleado apatronado - necesita saltar barreras, embriagarse, olvidar su condición. Vivir a solas, sin testigos. Solamente en la soledad se atreve ser. Como lo que le ocurría a Mateo Vega.

La historia está llamada a esclarecer muchos de esos comportamientos y fantasmas que nos determinan, pero no los disipará. Sólo nosotros podemos enfrentarnos a ellos. La historia nos ayuda a entender ciertos rasgos de nuestro carácter, a condición de que seamos capaces de aislarlos y denunciarlos previamente - ser honestos, en todo caso, nos cuesta mucho -.

Un ejemplo para graficar lo dicho, reafirmándome en el propio Paz. Cuándo un chileno quiere maldecir - por lo que sea - grita "Por la puta madre". Y ¿qué es la puta? Ante todo es la madre. No una madre de carne y hueso, sino una figura mítica. La puta es una representación de la maternidad; de esa india, negra, zamba, mestiza, china que era obligada a tener sexo con el patrón o lisa y llanamente era violada por un peón, gañán, negro, español o señorito. La puta es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre. Esta maledicencia no sólo se utiliza para desaprobar moralmente a una mujer o a un hombre, sino que también lleva consigo una carga implícita de fracaso, de haber fallado en algo, o bien equivale, de igual modo, a la destrucción de algo, asi como también algo que resultó fabuloso y exitoso (las menos de las veces).

El poder mágico de la palabra se intensifica por su carácter prohibido. Nadie la dice en público. Solamente un exceso de cólera, una emoción o el entusiasmo delirante, justifican su expresión franca. Es una voz que, generalmente, se escucha entre hombres, o en fiestas. Al gritarla, rompemos un velo de pudor, de silencio o hipocresía. Nos manifestamos tales como somos de verdad.

Dice Octavio Paz al respecto de las implicancias del "hijo de la chingada", equivalente a nuestro hijo de puta, o la puta que te parió, o de puta madre, o ándate a la puta. La chingada es la "madre abierta", "violada". "Estamos solos. La soledad, fondo de donde brota la angustia, empezó el día en que nos desprendimos del ámbito materno y caímos en un mundo extraño y hostil. Hemos caído; y esta caída, este sabernos caídos, nos vuelve culpables. ¿De qué? De un delito sin nombre: haber nacido."

Finalmente, y tratando de involucrar todos los tópicos analizados, la figura femenina se vuelve trascendental en esta presentación; sobre todo hoy, que está tan de moda el concepto de femicidio político para referirse a la situación política contingente que nos toca vivir. La mujer siempre se ha planteado al hombre como lo "otro", su contrario y complemento. Si una parte de nuestro ser anhela fundirse a ella, otra, no menos imperiosamente, la aparta y la excluye. La mujer es un objeto, alternativamente precioso o nocivo, mas siempre diferente. Al convertirla en objeto, en ser parte, y al someterla a todas las deformaciones que su interés, su vanidad, su angustia y su mismo amor le dictan, el hombre la convierte en instrumento ( a recordar que una de las madres de nuestra historia es Inés Suárez, amante de Pedro de Valdivia, quien al saber de la inminente llegada de Marina - su mujer - casa a su amante con su mejor amigo, Rodrigo de Quiroga, lo que nos lleva indefectiblemente a que desde nuestros inicios la mentira, el engaño, la falta de honestidad y la manipulación de las situaciones a nuestra conveniencia no es de ahora nada más). Medio para obtener el conocimiento y el placer, vía para alcanzar la supervivencia, la mujer es ídolo, diosa, madre, hechicera o musa, según nos muestra Simone de Beauvoir pero jamás puede ser ella misma. Y cuando, ocasionalmente, en este tipo de sociedades, una mujer logra revertir ser objeto para convertirse en sujeto, vuelven a asomar los fantasmas de una cosmogonía que la coloca en el centro de cualquier desgracia posible sólo por el hecho de ser la que carga con el pecado original, con la supeditación al hombre, con el estigma de ser la madre violada de los latinoamericanos....la puta madre!!!

lunes, 15 de octubre de 2007

El beso francés del orate!!

Como ya saben muchos de ustedes que suelen visitar, revisitar y - algunos - descubrir este lugar obscuro y almacén de las genialidades y locuras de unos cuantos, las temáticas tratadas por lo general suelen oscilar entre los padecimientos y las desventuras de nosotros, los internos de Arkham. Sin embargo, no todo es padecimiento. Así como les comentaba en otra entrada, de repente suelen darnos ciertas libertades como ver una película por ejemplo; pero en otras ocasiones nos permiten revisar nuestros correos electrónicos, siempre intervenidos y sujetos al máximo control posible. En uno de esos correos, se leía algo así:

Un buen beso provoca una verdadera revolución en el cuerpo; Quema 3 a 12 calorías, pone en movimiento nada menos que 12 músculos de los labios y otros 17 de la lengua y hace que las pulsaciones pasen de 70 a 140 por minuto.

Produce una segudilla de procesos químicos que turban al organismo.

Los biólogos explican que un beso inteso aumenta la secreción de dopamina (Este neurotransmisor cerebral se relaciona con las funciones motrices, las emociones y los sentimientos de placer aumentando la sensación de bienestar)y testosterona (se asocia al deseo sexual). Además libera adrenalina y noradrenalina; aumento de la presion arterial. Por ende la glándula pituitaria ubicada en la base del cerebro, segrega oxitosina ("molécula de la confianza", hormona que hace sentir un especial bienestar en las personas).

El beso es el único de todos los actos en que las personas utilizamos los 5 sentidos al mismo tiempo; lo sinestésico del tacto, lo auditivo, por que el sonido del beso tiene un erotismo en si mismo, lo gustativo y lo olfativo como ligazón del momento y para qué decir lo visual, por besar con los ojos abiertos o cerrados el individuo se tansporta a dimenciones (sic) completamente distintas. Un beso entregado con los ojos cerrados te lleva a una dimencion interna de sensaciones que a muchos y muchas (en la mayoria hombres) les cuesta conectar...


Después de revisado el mensaje, no me quedó otra cosa que meditar cómo recibe un orate, como yo, una inyección hormonal y neuronal tan potente que por mis propias limitaciones mentales no estoy acostumbrado a recibirlas, y particularmente porque pienso que uno viene a este mundo con una cantidad de besos predestinados a darlos, por lo que éstos se pueden gastar, cuán óvulos femeninos que mes a mes se van perdiendo indefectiblemente. Pero intenté buscar ese milagro descrito en ese mail provocador y llegué a Cortázar en Rayuela, específicamente el capítulo 7, en donde se sigue analizando ese milagro de muchos pero no de todos, incluyéndome. Veamos qué dice:


Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.


Qué decir ante lo expuesto por el gran Cortázar. Que es una mera figura literaria ilustrativa de una fantasía corporal y de una expresión de comunicación entre dos individuos que generan una química particular y entrecruzan sentimientos profundos de pasión, amor, evasión o lo que sea. Entre meditación y reflexión, y mientras escucho mi radio recluído en mi habitación solitaria y solidaria con mis tormentos, tocan una canción altamente ad hoc para el tema...se llama beso francés y es de Miguel Mateos y dice algo como esto:


Dura es la vida grande es el dolor

para aquel que nunca probó el gusto del amor,

dile que la amas

díselo otra vez

cierra cada día con un beso francés

un beso francés.

Hacer el amor es deshacer la luz

rehacer la historia abandonar la cruz,

Morder el deseo

quitarse el disfraz

rasparse los dedos dejando el alma en paz

dejando el alma en paz.

Beso francés beso francés

baba del cielo en la piel

te seguire estés donde estés

va mi recuerdo en mi beso francés

No preguntes nada déjate llevar

luna enamorada la que me enseñó a besar

Donde estarás quien beberá jugos de tu corazón

te seguire estés donde estés

con mi recuerdo en mi beso francés

Furiosa mañana porque hay que pagar

cara la alegria y barato el murmurar.

Cada sueño cada sueño de mi memoria

es como una película fatal

dame tiempo dame tiempo

dame la gloria de cambiar las cosas que andan mal

Dura es la vida grande es el dolor

para aquel que nunca probó el gusto del amor

Dile que la amas díselo otra vez

cierra cada día con un beso francés

un beso francés.


Coincidencias o no, el beso representa la libertad de expresar lo que -a veces- no se puede decir con palabras. Conmigo, el tema corre por carriles opuestos. El beso de un orate de manicomio es un beso francés de romance clásico al estilo Casablanca; un beso francés impulsivo, robado; un beso francés en Viña del Mar, o en Santiago; un beso francés que descubre el horror del amor; y mata fantasmas que no quieren irse; y recibe otros que van a quedarse. Ese que se pierde en el bosque, y detrás de la oreja de cualquier nube. El que roza los labios y la piel, y fertiliza el territorio haciéndolo suyo. Haciéndolo húmedo.


Mucho Clonex, Trittico, Celtium y otros medicamentos me han llevado a teorizar en lo enfermizamente cursi que representa el ósculo en la vida de un demente.

jueves, 4 de octubre de 2007

El miedo (5ª parte) El sentido de la muerte hoy

La muerte dejó de ser un proceso natural para transformarse en un acontecimiento médico subordinado a una biopolítica en cuyo orden el destino de los cuerpos se dirime en la esfera institucional. Si este giro es advertido a tiempo, se impone la urgencia de escapar de una muerte tecnificada y expropiada hasta el punto de que con ella se desvaloriza y se descuida a la persona que el moribundo continúa siendo. Porque lo cierto es que la medicalización de la vida es una estrategia bifronte que, por una parte, propone una lucha encarnizada contra la muerte y, al mismo tiempo, una vez que la “batalla” es dada por perdida, una vez que se admite que la muerte es inminente, se desprecia el proceso del morir por su misma inevitabilidad. En el transcurso del fin, cuando ya no es útil según los cánones sociales y a medida que se va tornando un estorbo, el moribundo es abandonado, marginado del mundo de los vivos, separado de sus lazos afectivos, disociado de su historia vital.

Ese aspecto bifronte de estos fenómenos correlativos -la progresiva y constante medicalización de la vida y la marginación de la muerte- se expresa en cuatro prácticas sociales no siempre evidentes: la expropiación del proceso del morir, una radical escisión entre la vida y la muerte, la desacralización de la muerte y, por último, su negación.

La expropiación de los acontecimientos más personales de la existencia humana se manifiesta tanto en el nacimiento como en la muerte, ya que ambos aparecen signados por la presencia del otro: en el inicio de la vida, la alteridad se expresa en el cordón umbilical que une al neonato con ese otro primigenio que es la madre. En los momentos postreros, la presencia de la alteridad aparece toda vez que el médico trata de salvar una vida, pero también se descubre cuando los seres queridos han dedecidir la interrupción de un tratamiento. Salvo raras excepciones, en el horizonte de la muerte propia se impone la presencia de los otros.

Por otra parte, desde el punto de vista de quien experimenta el pasaje de la vida a la muerte, este fenómeno se caracteriza esencialmente -cuando menos en el dominio secular y racional- por ser privativo de cada sujeto y, a su vez, intransmisible, ya que nadie puede prestar su testimonio sobre esta experiencia. Pero como la vida humana se constituye a partir de complejas redes de significaciones, la muerte ajena es una referencia constante de la muerte de uno mismo y, cada vez que se hace presente, reaviva la angustia ante el propio fin y provoca lo que se dio en llamar el traumatismo de la muerte.

Con el fin de defenderse de esta angustia, se suele negar la idea de la muerte, confinándola en un espacio distante de aquel al que pertenece el espectador: la muerte le acontece a los demás. Pero cuando ese acontecimiento se torna personal, cuando ese otro espectador se transforma finalmente en actor, hay dos maneras de confrontarse con ella: receptiva o activamente. Toda vez que la muerte aparece ya no como una amenaza sino más bien como una posibilidad que nos convoca en carne y hueso, comportarnos activamente puede significar la reivindicación de nuestro derecho a morir y, en circunstancias privilegiadas, la elección de qué clase de muerte deseamos para nosotros. Apropiarnos de la muerte es, en última instancia, incorporarla en nuestra biografía.

La radical escisión entre la vida y la muerte es un rasgo característico de la cultura contemporánea. Tradicionalmente, al ser concebida como un designio del Creador, la muerte constituía un todo integrado con la vida. Y, según se creía, por el solo hecho de haber sido dispuesta por Dios, la muerte poseía un carácter sagrado. Esta investidura inducía a que se profesara un venerable respeto hacia el moribundo. Entonces era natural que, una vez acontecida la muerte, se alzaran monumentos funerarios y se celebraran ceremonias rituales.


Distante de esa diferencia, en nuestra cultura secular la muerte ya no es concebida como una etapa más de la vida. Y a modo de corolario, ha sido expulsada del mundo de los vivos, en tanto y en cuanto las circunstancias que acompañan a toda muerte contradicen los valores fundamentales de dicha cultura. Pues en el imaginario colectivo, la muerte representa una tríada de fracasos difícilmente admisibles. En primer lugar, en una sociedad que reclama una justa distribución de cargas y beneficios, se la vive como una injusticia, y en sintonía con esta lógica economicista, muchas veces se margina al moribundo, sujeto improductivo en una sociedad signada, precisamente, por los valores del éxito y de la producción. Por otra parte, en una sociedad que admite apenas los errores en el campo científico, la muerte es vivida como una derrota de la medicina (de allí todos los problemas que se condensan en el llamado encarnizamiento terapéutico y la resistencia generalizada a aceptar la presunta batalla perdida). Por último, en una sociedad hedonista, donde el valor de un bien se mide por el placer o displacer que provoca, la muerte es vivida como penosa y antiestética. Vivimos en una cultura que admira la juventud y la perfección física, donde los valores consagrados y defendidos por el imperio de la imagen se alzan, arrogantes, frente a la realidad de la muerte, que “es ausencia de imagen, generalmente de juventud, y a través del rechazo y del consiguiente siempre de belleza”. Aislamiento en que se lo sume al moribundo, la estética contemporánea legitima el antagonismo entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.

Si por añadidura el imperativo de preservar la funcionalidad familiar y social encamina el proceso del morir, es un requisito que ya no se muera en el hogar sino en un lecho extraño. El acto de desterrar al moribundo en una institución impide que la muerte alcance a invadir el ámbito de la vida privada y que altere de manera perversa la comodidad. En la de quienes deben continuar con sus actividades cotidianas. Consecución de este proceso de marginación, al moribundo se lo obliga a atravesar etapas bien diferenciadas -territorios topológicamente delimitados en su institucionalización-, donde cuanto mayor es su dolencia y más delicado su estado, más radical es su exclusión. Piénsese, por ejemplo, en las distintas “residencias” por las que transita el moribundo hasta arribar a su morada final. Un ejemplo habitual es el del enfermo senil quien, cuando no puede ser cuidado por sus familiares, es internado en un geriátrico, antecámara de la muerte y versión moderna del leprosario. El geriátrico preanuncia si no la muerte física, cuando menos la muerte social. El anciano es alejado de sus afectos y de su personalidad civil; de allí que en ese nuevo espacio hasta su documento de identidad se torne superfluo. Más adelante, cuando el deterioro avanza, es internado en una institución de salud, muchas veces en una sala general, donde todavía es visitado por sus familiares y se relaciona con sus vecinos de cama. Una vez que su salud declina, es trasladado al servicio de terapia intermedia hasta que, finalmente, agravados sus síntomas, acaba sus días en una sala de terapia intensiva, donde no muere en su lecho sino, casi siempre, conectado a aparatos, aislado completamente del mundo de la vida y de los lugares, personas, vínculos y objetos que hacen a su propia historia.

En el transcurso de este proceso progresivo de institucionalización, el moribundo es erradicado de las coordenadas espacio-temporales de la cotidianeidad. Confinado a ese no-lugar de exclusión, a menudo el moribundo interpreta su derecho a morir como un deber de morir. Y en el mejor de los casos, intenta tomar las riendas de lo que le resta de vida en sus propias manos, transgrediendo la lógica contemporánea, que hace que los rituales de la muerte conduzcan casi sin excepción a una tercerización del propio fin.

Hoy asistimos, además, a una progresiva desacralización de la muerte. Durante siglos los rituales se instituyeron como un conjunto imprescindible de reglas que fijaban el desarrollo de las ceremonias religiosas y, a su vez, colaboraban para vivir personal y comprometidamente la transición entre un estadio vital y otro. En este sentido, uno de los rasgos observados por numerosos antropólogos en diversas culturas es la doble función de los ritos fúnebres, que domestican la muerte y, al mismo tiempo, allanan el duelo de los sobrevivientes.

Antiguamente, la persona que presentía su propia muerte se preparaba para recibirla. ¿De qué modo? A través de un ritual postrero. No sólo llevaba a cabo un balance interior, sino que convocaba a sus seres queridos y los reunía a su alrededor. Esos momentos íntimos le eran reservados para transmitir a los demás sus últimas voluntades, anticipar la distribución de su herencia, perdonar ofensas, aconsejar y advertir. Una vez acaecida la muerte, al difunto se lo lavaba en su propio lecho y se lo velaba en su propio hogar, morada que a partir de ese momento albergaba únicamente sus recuerdos. En un gesto de significación profunda, este ritual de purificación lo volvía protagonista de su muerte y mostraba que la vida y la muerte no se concebían como dos polos antagónicos, dado que la última era el desenlace natural de la primera, a la que se hallaba culturalmente integrada.

En una era desacralizada, la muerte es percibida a menudo como una suerte de ofensa contra los vivos, como una mácula que, una vez que no puede ser mimetizada con la vida, conviene ocultar. Así se explica que el difunto ya ni siquiera sea despedido en su hogar: rápida y burocráticamente se contratan servicios especiales ofrecidos por velatorios donde todo se vende “profesionalizado”, donde circunspectos empleados de traje oscuro confieren al evento el toque acorde de discreción y elegancia. Gracias a estos nuevos rituales, el cadáver no contamina el mundo de los vivos. El entierro, por lo menos en aquellos segmentos sociales que pueden afrontarlo financieramente, se lleva a cabo en asépticos jardines con música funcional. Y hasta una nueva opción parece imponerse cada día más: la cremación de los restos. La incineración, aceptada por la Iglesia Católica en 1963, da lugar a una práctica mortuoria con notorias ventajas y más acorde con los nuevos tiempos, pues es más económica que la sepultura, las ceremonias son más breves, los restos mortales ocupan menos espacio y hasta son trasladables. Finalmente, el duelo es casi un rito superfluo, una ceremonia arcaica que no condice con los valores de la producción globalizada. No entra ni en la ética del trabajo ni en la estética del llamado “tiempo libre”.

Sin embargo, el rito que acompañaba a la muerte en los tiempos precedentes no era un formalismo vacío, ya que cumplía una función terapéutica y formaba parte de una cultura fenecida donde el dolor era exhibido y, en cuanto tal, compartido y respetado. Hoy por hoy, con la sustitución de los antiguos rituales, la muerte se ha escindido casi completamente del mundo de los vivos.

La negación de la muerte, finalmente, permite conjurar el miedo que provoca, crearse la ilusión de que ella no es. Ese miedo exorciza no sólo la muerte del otro, sino la más temida, la propia. En La muerte de Iván Ilich, León Tolstoi retrata la escena de un moribundo condenado a representar la comedia de su propio fin: el médico lo alienta a una pronta mejoría, sus familiares sólo le dirigen palabras de esperanza en su pronta recuperación, y al enfermo no le resta sino simular que desconoce completamente la proximidad de su muerte. Portando cada actor su propia máscara, se construye un simulacro que no sólo separa al moribundo de los vivos, sino que además lo obliga a interpretar una macabra comedia, en lugar de vivir la genuina tragedia que significa para él su propia muerte. Al confinar al moribundo, se crea una nueva exclusión.

El filósofo Michel Foucault, estudió el fenómeno de la marginación y expulsión de la sociedad, concluyendo que cada época, con el fin de preservar sus valores hegemónicos, necesita expulsar a todos aquellos que no responden a la ideología dominante. Ya se trate de las brujas en la Edad Media, de los herejes en la Inquisición, de los confinados en los leprosarios del Humanismo, de los locos de los manicomios en la Edad Moderna, o de los moribundos en la aldea global, todos ellos son víctimas que, al apartarse de la media del grupo mayoritario, deben ser desterrados de la comunidad. Esta estrategia biopolítica de exclusión del diferente que, ineludiblemente, llegado el momento todos seremos, irónicamente aspira a ser una medida higiénica que promueve la cohesión social.

Si vivimos confinados en una cultura que reniega de los moribundos, es comprensible -y tal vez hasta constituya el acto último de una sabiduría prudencial- que quien se acerca a su fin se niegue a ser condenado a ese estatuto por un tiempo indeterminado e indeterminable. Cautivo de la tecnomedicina, el moribundo teme, con justificado horror, ser preso de un tiempo sin tiempo.
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