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miércoles, 26 de diciembre de 2007

Carta desde el encierro (3ª parte)

País del Miedo, 26 de diciembre
Mi muy estimado:

Aunque el tiempo, en este manicomio, pasa lento, lentísimo...tarde o temprano llega la hora de hacer balances. Y no es porque se aproxime otro 31 de diciembre, si no porque todas las etapas de la vida requieren ser revisadas y traídas al presente para ver de qué forma construyen, destruyen o mutan la existencia de cara a otro día, que no sabemos si llegará a ser o no. En mi caso, y el de tantos otros habitantes de este asilo, esa esperanza de despertar al día siguiente no siempre asegura felicidad plena; mas bien, trae la certeza de los mismos medicamentos, de las mismas frases cliches que te auguran cambios porque no hay "mal que dure cien años", de ese mismo destino que uno se trazó en un bendito -maldito - momento, de esa dependencia del carajo con respecto a otros que te rodean por el motivo que sea.

Si se trata de hacer balances, éstos devienen en encrucijadas de la vida, en aquellas intersecciones que te hacen decidir qué camino tomar. "Cada decisión supone la pérdida de alguna cosa" me decían en estos días: A la misma mierda las pérdidas, los plus, los saldos en contra, las ganancias; sobre todo cuando has perdido el alma misma en estos treintaytantos años a costa de las pruebas no superadas que te ha colocado la vida, el destino, las instituciones, los principios sociales, el sistema o quien quiera que haya sido. En esas encrucijadas uno se enfrenta a lo que quiere ser como proyecto potencial o, también, a lo que otros quieren que tu seas: en ese caso pasas a ser una marioneta cuyos hilos no penden de tus manos pero, importante aclarar, por decisión propia. En algún lugar del camino se perdió la voluntad de tomar acciones por propio arbitrio y te mueves por la acción de las olas, o sea, la corriente hace que te estrelles contra los roqueríos haciéndote mierda o, bien, puedes llegar a una playa apacible donde podrás encontrar el resguardo y la tranquilidad necesaria.

Aunque digo amar la libertad por sobre toda las cosas, he sido un esclavo de mis afectos y de mis arraigos emocionales. A mi manera, pero he amado profundamente a algunas mujeres en mi vida. No viene al caso dar nombres pero ellas saben cuánto las quise o las quiero. Obvio, la madre de mi hijo tiene un sitial especial de la misma forma que él - trascendencia no sólo sanguínea si no que espiritual - al igual que otras que forman parte de mi pasado, de mi presente e, incluso, de mi futuro. Esos arraigos emocionales han hecho que, en muchas ocasiones, pierda la objetividad de mis acciones y rompa las estructuras ya predeterminadas previamente incurriendo en pasos en falso que más de alguna consecuencia negativa ha traído. Pero insisto en destacarlas, porque son dignas de toda mi admiración por cómo son, por dónde han llegado y, sobre todo, por toda la ternura, comprensión, pasión y amor que me dieron (tanto amor que aquí estoy encerrado, tal vez, por exceso de éste). Del mismo modo sería injusto de mi parte, no hacer mención, de algunas relaciones breves, pero que me llevaron a conocer a grandes mujeres de las cuales guardo el mejor de los recuerdos...algunas siguen siendo amigas hasta hoy.

Generalmente quienes sufren alguna enfermedad mental les cuesta mucho reconocerla, negándola de plano. En mi caso particular, reconozco sin problemas que "peino la muñeca", sin embargo tengo la claridad de poder identificar los motivos de mi mal sin problemas: asumí la responsabilidad de ser el único hombre en un grupo que componían, además, tres mujeres cuando tenía quince años producto de que mi padre era (es) un puto; contraje una enfermedad crónica a los 17 años, misma enfermedad que hoy hace que pierda litio y me provoque estados bipolares; tuve que trabajar para ayudar en mi educación y en mi casa; la jefa de docencia de la escuela (QEPD) me trató de echar de la carrera vaya a saber porque motivos...etc. La idea no es inspirar lástima así es que no seguiré con la "cebollita picada". El punto es que de haber tenido un futuro profesional bastante exitoso a los treinta, la máquina se estancó y las cosas se empezaron a poner complicadas por la misma naturaleza humana: el trabajo seguro, fácil y estable (si se puede llamar así a que te finiquiten en diciembre y te vuelvan a contratar a fines de marzo) generaron un "achanchamiento" profesional que me tiene hoy hastiado, desmotivado e intentando buscar nuevos horizontes.

Las cosas así planteadas podrían parecer bastante comunes a mucha gente, sin embargo, el tema es cuántos de los afectados por una vida así se toman un momento para reflexionarlas y enmendar el rumbo hacia un despertar al día siguiente que suponga un estado de claridad frente a los que les ha deparado la vida. Nadie dice que todo va a ser distinto a partir de mañana o pasado, yo no lo creo. El punto es sacar afuera lo que nos tiene anclados en este manicomio llamado Arkham. Yo todavía no lo consigo del todo.

Suyo siempre,

Arkham

martes, 11 de diciembre de 2007

Albert Camus, el genio contemporáneo!

Cuando, en 1957, a la edad de 44 años, Camus recibe el Premio Nobel, su primera reacción pública será proclamar: “Hubieran debido dárselo a Malraux”. Una elegancia de gran señor, y también una forma de anticiparse a las reacciones maliciosas de los intelectuales parisinos, incapaces de privarse de ellas. Camus asume sin dificultad la jerarquía que le sitúa por debajo de Malraux. Él mismo se considera demasiado joven, estima que está lejos de tener una obra acabada (según él, aún no sería posible hacerse una idea de su mensaje), se cree presa de la esterilidad, sufre a causa de la tragedia argelina, y unos problemas muy personales le obligan a debatirse entre un abandono culpable y una rabia secreta que anulan ese deseo obsesivo de permanecer siempre disponible para la felicidad.

La consagración internacional le colma y le aterroriza. Sartre le da el golpe de gracia afirmando sobre la circunstancia de que le hayan concedido el Nobel: “¡Bien hecho!”. La sociedad parisina de la denigración, como él la bautiza, ignorando el hecho de que este Premio Nobel entusiasma a toda Europa y a la juventud, se entrega al escarnio a costa de un escritor declarado menor cuando en esa época, aún estalinista, todos los disidentes del Este desbordan de alegría. En la prensa clandestina, sus samizdats celebran el libro que fue y sigue siendo el de su proyectada liberación: El hombre rebelde.

Después de Roger Martin du Gard, André Gide y François Mauriac, y en plena posguerra, he aquí pues recién entrado en el Olimpo a un joven plebeyo procedente de los arrabales obreros de Argel y cuya madre se ha dedicado a la limpieza durante mucho tiempo. Todos los que le precedieron en el viaje a Estocolmo eran grandes burgueses, a veces lo bastante acaudalados como para permitirse esperar el reconocimiento sin impaciencia.

Entonces, ¿por qué Camus? ¿Acaso los jurados del Premio Nobel tuvieron la presciencia de que su joven laureado moriría tres años más tarde? Tenía 44 años, el más joven laureado después de Kipling, cuando un accidente en auto en una carretera desierta, recta y árida puso término a una vida luminosa y truncó un destino.

El discurso que Camus pronunció en Estocolmo durante la ceremonia de entrega del premio es de tal importancia que suele recomendarse su lectura (inmediatamente después de El primer hombre, su novela póstuma) a aquellos que quieren iniciarse en su obra. En ese discurso, Camus subrayaba antes de todo que, al concedérselo a él, era un francés de Argelia quien recibía aquella distinción mundial. Quería recordar que entre esa población designada con el apelativo de pied—noir, de la que entonces se decía que estaba constituida por colonos acomodados y sin escrúpulos, había también seres surgidos de los medios más pobres y capaces de hacer honor a su país y a la humanidad.

El Camus argelino está enteramente en ese recordatorio (o desafío), más aun que en la famosa réplica, que siempre se cita mutilada, que dirigió a unos estudiantes argelinos residentes en Estocolmo: “Entre mi madre y la justicia, siempre preferiré a mi madre”. Esta cita, recortada y alterada, escandalizará a los menos parciales, a veces incluso en el propio entorno de Camus, pero habrá que esperar hasta mayo de 2006 para escuchar a un presidente de la República argelino, Abdelaziz Bouteflika, declarar que la preferencia de Camus por la madre expresa un sentimiento real y profundamente argelino.

En la maldita cuestión argelina, Camus, siempre “solidario y solitario”, y tan cercano en esto a Germaine Tillion, rechaza que un escritor pueda vivir de espaldas a la historia de su tiempo. Eso le conducirá a pensar, a partir de la aparición del terrorismo y la represión, que se impone cierta forma de compromiso. Toda denuncia de la barbarie del uno alienta la del otro. Ahora bien, él rechazará siempre que la revancha pueda hacer las veces de justicia, que la violencia sea engendradora de historia e incluso que Auschwitz pueda jamás justificar Hiroshima.

Hay que tomar partido. Es lo que Camus había hecho en la Resistencia durante la Ocupación, y lo que hará a partir del descubrimiento de los campos de concentración y los gulags de los países del Este. Pero ante la guerra de Argelia, todo maniqueísmo le parece a la vez cómodo y criminal. Sin hacerse ilusiones sobre la práctica de la no violencia, preconiza un pacifismo que milita por la suspensión y la limitación de la violencia. El sueño de Camus habría sido que hubiese sido posible hacer justicia a los argelinos sin privar a los pied—noir de su patria. Camus era partidario de una federación francoargelina, posible, según él, de no ser por una guerra interminable. El intelectual debía preconizar, contra la fatalidad del sentido de la Historia, la conciliación entre justicia y fraternidad.

En el discurso del Nobel hay otra idea sobre esa violencia que ensombrece la razón y enluta la justicia. Han transcurrido dos tercios del siglo XX, precisamente caracterizado por la barbarie. El totalitarismo soviético no se ha derrumbado aún y el recuerdo del nazismo está más atrozmente vivo que nunca. Ya no se puede hablar de “violencia revolucionaria”, a menos que se haga de la violencia misma la esencia y finalidad de la revolución. Un mundo empieza a desaparecer; una moral, a imponerse. Camus dice en Estocolmo que él, que formó parte de la generación de los jóvenes que querían cambiar el mundo, se siente ahora inclinado a conservarlo.

La obra de Camus no ha conocido entre el gran público ni entre los medios literarios ese “infierno” que los autores y los creadores conocen tras su muerte durante un tiempo más o menos largo. De hecho, nunca se ha dejado de leer El extranjero, una de las obras francesas contemporáneas más traducidas en el mundo. Pero esta obra ha conocido algo más que un “purgatorio” entre los universitarios franceses. De hecho, hubo que esperar hasta nuestros días para que se reconociese que este escritor que, lo mismo que Gide, Malraux, Aragon y Giono, ni era alumno de la École Normale, ni catedrático de Filosofía ni enseñante, se inscribe en la tradición de Montaigne, Pascal y Diderot. De Pascal, diría: “Me perturba, pero no me convence”. Por otro lado, no se puede conocer a Camus sin referirse a Nietzsche y a Dostoievski. Camus siempre girará alrededor de la paradoja: “Si nada existe, todo está permitido”, a la que responde que, precisamente porque la vida carece de sentido, hay que darle uno.

El extranjero y La caída son fenómenos literarios inaugurales. El primero es un relato escrito en primera persona, fruto de las influencias cruzadas de Kafka y Hemingway, sobre un personaje, Mersault, cuya indiferencia es insondable y sus observaciones tan neutras como llanas. Hoy se relaciona la muerte del Mersault de El extranjero con la del Kaliaev de Los justos, y también con la del Julien Sorel de Rojo y Negro. Todos ellos aceptan la muerte como si deseasen confirmar el absurdo del mundo al que pertenecen los jueces.

En El extranjero, en Calígula y en El mito de Sísifo, un concepto simple e insólito, el del absurdo, resume la insoportable concomitancia de la búsqueda de la felicidad y la certeza de la muerte, y disuelve en la burla todas las justificaciones, cualquiera que sea su trascendencia. “La única excusa de Dios es que no existe”.

Camus tenía un plan preciso y programado de la obra que quería llevar a cabo. Primero el absurdo, con El extranjero, El mito de Sísifo y Calígula. Después, la rebelión, con Los justos, La peste y El hombre rebelde. La muerte le impidió describir el ciclo que hubiera debido cerrar su proyecto y cuyo tema era el amor. En cierta medida, El primer hombre culmina la obra interrumpida.

Camus no previó ninguno de los cambios del mundo que quería esforzarse en conservar. Ni el retorno del fanatismo religioso, ni la mundialización del terrorismo, ni las transformaciones de la expresión del pensamiento bajo los efectos de las tecnologías de la informática, ni la ambición humanitaria que puede conducir a una guerra en nombre del bien (¿qué habría hecho su doctor Rieux, que, en La peste, cuidaba a los incurables, ante la guerra de Irak?). Eso no impide que la influencia de Camus haya sido considerable, aunque, no obstante, sus huellas se perciban sólo ahora. El combate contra el absoluto, la rebelión a escala humana, la aceptación de que el hombre debe acometer su oficio de hombre sin la certeza del éxito ni promesas de salvación, son ideas que alimentan más o menos directamente la obra de numerosos pensadores y ensayistas de todos los países.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Por qué había que matar? (2ª parte)

Como sabemos, hacia 1907, como consecuencia de la gran huelga producida ese año, se ve fuertemente amenazada la capacidad productiva de las oficinas salitreras. Los tres actores principales: obreros, patrones y Estado chileno conciben y actúan el conflicto desde perspectivas esencialmente diferentes. Al obrero de la pampa, las condiciones de vida le parecían insoportables y no estaba dispuesto a posponer más sus reivindicaciones. Desde la óptica del capital, el patrón no concibe efectuar lo que estima concesiones al factor productivo trabajo. Por lo que dice al Estado, éste percibía la pampa salitrera como un enclave económico que los proveía de ingresos y no como una realidad social susceptible de interés político.

En este drama social, en donde por añadidura el escenario lo constituye la pampa y no la ciudad, obreros y patrones ven en el Estado al ente, supuestamente neutral, capaz de dirimir el conflicto. Claro está, lo que pampinos y capital demandaban del gobierno central eran asuntos que diferían radicalmente entre sí. Los primeros apelaban al papel redistributivo inspirado, supuestamente, en la idea de justicia social que asignaban al Estado. Los segundos reclamaban de éste una participación más activa en el cumplimiento de lo que pensaban era una responsabilidad social subsidiaria ineludible por parte del Estado, papel que se sustentaba en su obligación de salvaguardar la reciente soberanía alcanzada sobre la región.

Pero el Estado chileno tenía su propio libreto sobre el norte en general y acerca del conflicto en particular. En efecto, el norte existía en tanto enclave económico, silente de voces humanas, proveedor de ingresos e importante comprador de servicios (arrendamiento de terrenos). Más aún, traspasado por una concepción del espacio acuñada tras larga data, reconoce y cuenta la existencia social, política y cultural de la ciudad costera y su estilo de vida citadina - Iquique -, pero le resulta dificultosa percibir el hinterland como una entidad que cuente más allá de mera realidad productiva.

Además, para un Estado intrínsecamente comprometido con el centro, para el que las simpatías estructurales están derechamente alineadas con el capital y que, por añadidura, se encuentra nutrido por valores de estilo victoriano, sustentadores del orden y la disciplina, su irrupción en el conflicto entre patrones y obreros no podía ser neutral. Y actúa su papel conforme a un guión conocido: hay que someter las fuerzas del caos que desestabilizan al sistema y reinstalar el orden que regía el circuito de recursos que surtían a la metrópoli.

Ocurrida la tragedia, podríamos anotar, entre otras, las siguientes consideraciones:

1. Siguiendo a Hanna Arendt, la política es una suerte de momento en donde los individuos se encuentran, ya sea en la polis, en el foro, en el parlamento u otra entidad de similar naturaleza. En síntesis, ocurre donde los individuos son iguales.

2. En los términos de Jacques Ranciére, la política permite distinguir entre el bien y el mal, lo justo y lo injusto. Para ello, coincidiendo con Arendt, es menester que existan condiciones de igualdad.

3. En este sentido, para el Estado chileno, la política en el norte se desarrolla en el espacio urbano - Iquique -; la pampa es silencio.

4. El pampino, de algún modo, intuye y conoce esta situación. Por ende él y su familia, para existir y contar, se deben desplazar del silencio a la ciudad costeña.

5. La gran huelga de 1907 marca la presencia de la desigualdad. Esta carencia de igualdad - o de lo político -, produce daño. Y, en política, el daño significa que el demos, el pueblo, no es contado. Esto es: existe una categoría social - el obrero pampino - que no se cuenta. Cuando ello ocurre, no se tiene más rango que el de ser una masa indeferenciada, que no posee riqueza ni virtud.

Así la represión de 1907 expresa un acto de control social, un acto de policía no de política.

En 1907 se pone de manifiesto un Estado nacional - central - y, por lo mismo, no reconoce ni asume lo regional.

El año 1907, en la Escuela Santa María de Iquique, refleja la intolerancia del centro frente a la disidencia, ante la diversidad y en relación con los que no cuentan.

El siglo de las incertidumbres!!

Albert Camus, en un ejercicio simplificador, decidió calificar los últimos cuatro siglos por lo que creía su nota dominante. La decisión de meter un siglo en una palabra es muy discutible, y el resultado, demasiado esquemático, pero lo hizo. Al siglo XVII lo llamó el de las matemáticas; al XVIII, el de las ciencias físicas; al XIX, el de la biología, y al XX lo bautizó como el siglo del miedo. Sabía que le dirían que el miedo no es una ciencia, pero creía que la ciencia era en algo responsable de ese miedo, puesto que sus más recientes progresos técnicos la habían llevado a negarse a sí misma, y que sus perfeccionamientos prácticos amenazaban con destruir por completo la Tierra. Tenía recientes los recuerdos de los mortíferos efectos de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki. Albert Camus publicó este artículo en el periódico Combat en noviembre de 1948, pero en esos 48 primeros años del siglo XX no se había ahorrado ninguna tragedia con las dos guerras mundiales más devastadoras de la historia.

Claro que la segunda mitad del siglo XX tuvo otras características que también pueden definirlo. Me fijaré en la que considero más revolucionaria: aludo a las novísimas tecnologías de la comunicación que han traído la instantaneidad, han pulverizado las distancias en el espacio y han suprimido los límites del tiempo. Y al hablar de nuevas tecnologías, la alusión a internet con todas sus derivaciones es obligada, ya que internet le da a lo que llamamos globalización su pleno sentido.

Llevamos solo siete años de este siglo, muy pocos, pero ha dejado suficientes señales como para que lo podamos bautizar como el siglo de las incertidumbres. La aparición de los fanatismos, con sus derivaciones terroristas, es un hecho trágico y múltiple, de ahí el terror global. El más espectacular de los fanatismos está siendo el provocado por el yihadismo, en sus diversas ramificaciones, que ha ido dejando las trágicas huellas de su barbarie en Nueva York, Madrid y Londres, así como en otras geografías, especialmente en las del mundo árabe y en otras latitudes donde la religión musulmana es mayoritaria. La respuesta de George Bush y sus pajes –José María Aznar ha figurado entre los más devotos–, lanzando una guerra sobre Irak que envenenó Oriente Próximo y el mundo, fue, según el novelista y pensador Paul Auster, el peor y más estúpido error cometido por una Administración estadounidense. Bush nos ha puesto en el camino de retorno a un siglo de tinieblas. Vivimos en un magma de temores, ignoramos el tipo de desastres a que nos puede llevar esta confrontación de fanatismos religiosos, identitarios y étnicos, a los que hay que sumar los desequilibrios económicos. Las incertidumbres saltan en todas direcciones. Por eso podemos calificar este siglo como el de las incertidumbres.

Otra de las incertidumbres que marcan el debate mundial es la del cambio climático. Asimismo, también los ajustes dramáticos que está haciendo la anatomía de la Tierra en forma de terremotos, tormentas devastadoras, tsunamis asesinos, sequías agobiantes con las consecuencias de millares de cadáveres que se amontonan en trágico desorden. Hace unos días estuve en Filipinas y al hablar con un periodista de allí que conoce muy bien las zonas que han sufrido devastaciones, me dijo que se había instalado en sus poblaciones la desesperación ante cualquier fenómeno de la naturaleza con su caravana de muertos. Parece como si en el interior de la Tierra un dios bárbaro se agitara movido por insomnios cargados de pesadillas.Algunas de las derivaciones de las mutaciones climáticas son evidentes. La ONU ha hecho referencia a las consecuencias que se derivan de ellas: las penurias agrícolas serán alarmantes dentro de 10 años, cuando los habitantes de los países del llamado Sur consuman el 25% más de aves, el 30% más de carne de bovino y el 50% más de carne de cerdo que ahora, lo que exige producir el doble de grano (trigo, sobre todo) que hoy. Mientras, uno de los mayores graneros del mundo, Australia, ha bajado su producción debido a las sequías y a la desertificación.

Es posible que estos descensos de producción los compensen Canadá y Siberia, cuyas tierras empiezan a ser más templadas, pero eso exigirá mucho tiempo, y para lograrlo será necesario poner en marcha costosas infraestructuras que exigen grandes desplazamientos de mano de obra y amplios movimientos de población. La falta de agua potable es cada día más evidente en grandes zonas de Asia y de África, así como la carencia de agua para regadíos, lo que impide unos ritmos adecuados de crecimientos en la producción agrícola, tan necesaria para neutralizar el hambre. Los desarrollos urbanístico son cada día más penosos por la escasez de agua. A las penurias del agua hay que sumar las imperiosas necesidades de materias primas y de energía a la vista del creciente consumo en países como China e India.

Las desigualdades en un mundo donde 2.000 millones de personas vivirán aplastadas por la miseria y 1.000 millones nadarán en la abundancia pueden dar origen a unos tipos de guerra imprevistos. Internet puede ser una de las armas de la rebelión. Como ven, estamos rodeados de tecnología y de incertidumbres.
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