Para nadie es un misterio que las últimas películas de Allen han versado sobre el amor y esta no es la excepción. El amor, el desamor, el matrimonio y el adulterio, de nuevo, vuelven a formar parte de su guión pero, en esta ocasión, de forma acartonada. La frescura que (salvo excepciones) se desprende de los diálogos de su cine, ha desaparecido y, a pesar del libertinaje con el que dibuja a la mayoría de sus personajes, dan la impresión de haberse enclaustrado en un tema.
Dos turistas norteamericanas, un pintor (no precisamente de brocha gorda) y su desquiciada ex, conforman los cuatro ángulos entre los que Allen paseará su cámara. Vicky, la recatada; Cristina, la rumbosa; Juan Antonio, el macho ibérico por excelencia y María Elena, la desposada. Todos ellos (a excepción de la Penélope Cruz) muy ceñidos a su papel y bien estáticos, tal y como mandan los cánones en el microcosmos del realizador. Sentimientos, divagaciones, triángulos y todo lo que pueda terciarse entre ellos, quedan eclipsados por la abusiva presencia de esa Barcelona tan egocéntrica y, ante todo, por una puesta en escena y un guión que me dieron la impresión de ser precipitados.
En síntesis una actuación fabulosa de la Cruz y de la inglesa Rebeca Hall, una saturación para el esppectador de la ciudad de Barcelona y un Woody Allen que debe buscar sus maletas para buscar otra locación que promocionar.
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