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domingo, 21 de octubre de 2007

Una relectura del "Laberinto de la soledad" de Octavio Paz

La primera vez - conscientemente - que me sentí marginado, recluído, al borde de lo institucionalizado fue en el año 1992, cuando por esos azares de la vida tuve que darme unos nueve meses de tratamiento para el mal de la injusticia burocratizada, estamentada, de la cual sólo pudo sacarme HHC a quien aprovecho de dedicarle esta entrada tras diez años de su partida al Valle de Josafá. El ocio de esos meses me llevaron a escribir lo que a la postre sería mi primer escrito "pseudocientífico" como historiador y, por añadidura, ganar un concurso historiográfico con pasajes directos a Temuco, lugar donde se celebraba un coloquio de estudiantes para conmemorar los 500 años de la europeización de este continente.

La ponencia se llamaba "América o el sufrimiento de hacer un continente" y básicamente exploraba el encuentro de los dos mundos con especial hincapié en la óptica que representaba la visión de los vencidos. En ese contexto me encontré con Octavio Paz, Nobel mexicano que entre su vasta producción había desarrollado un ensayo en el cual planteaba las raíces identitarias del ethos mexicano; pero soslayando ese transfondo, el texto exploraba una epísteme mucho más profunda, enquistada en principios comunes para gran parte de Latinoamérica, la soledad.

La soledad, el sentirse y el saberse solo, desprendido del mundo y ajeno a sí mismo, separado de sí no es característica del mexicano. Todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos; y más: todos los hombres están solos. Vivir, es separarnos del que fuimos para internarnos en el que vamos a ser, futuro extraño siempre. La soledad es el fondo último de la condición humana. El hombre es el único ser que se siente solo y el único que es búsqueda de otro... La soledad es una pena, esto es, una condena y una expiación. Es un castigo, pero también una promesa del fin de nuestro exilio. Toda vida está habitada por esa dialéctica... Nacer y morir son experiencias de soledad. Nacemos solos y morimos solos. Nada tan grave como esa primera inmersión en la soledad que es el nacer, sino es esa otra caída en lo desconocido que es el morir.

Desde el punto de vista de Paz, entonces, la soledad sería connatural a nuestras existencias asi como también la ruptura de ella; sin embargo, en culturas como las nuestras existe un círculo en extremo poderoso que nos ata, nos lía y nos sujeta a ella con un inusual lastre construido por el pasado que nos impide a concretar esa sociedad moderna a la cual Lühmann llama las sociedades funcionalmente diferenciadas. El por qué de la existencia de este obstáculo tiene que ver con que en la génesis de nuestra historia latinoamericana se produjo una "violación" física y mental perpetrada por los vencedores. Somos el resultado - como cultura Latinoamericana - de una afrenta sexual que perduró en el tiempo y se hace patente en muchos rasgos de nuestra cotidianeidad. No vamos a explayarnos en el surgimiento de nuestra raza mestiza ni en la relación - barraganía, amancebamiento o violación - que tuvieron los conquistadores con las nativas al momento de colonizar América; pero sí vamos a tomar de Gabriel Salazar la relación de un peón o un gañán - mestizo - con su mujer y sus hijos durante cualquiera de los siglos que van del XVII al XX para ver que el común denominador se vuelve a transformar en una soledad institucionalizada.

No se hizo presente el día del parto. Tampoco había aparecido en el último tiempo del embarazo... No se hizo cargo de ninguno de los niños... los hombres como Mateo no formaban familia. Se sentían compelidos, más bien, a "andar la tierra"... atravesando la cordillera. Apareciendo y desapareciendo... Así, poco a poco, de pura ausencia y "noticiamiento", un papá del tipo de Mateo Vega se iba transformando, en la mente de sus hijos, en una especie de leyenda. En un padre mítico, legendario, pero lejano e inútil. Por eso, a veces, se le admiraba, pero las más de las veces se le temía y rechazaba.


Cuando de permanencias históricas se trata, la figura del padre, del procreador parece desvanecerse por completo en nuestro continente y en nuestras culturas. No es extraño que el mestizo durante la Colonia haya sido rechazado por padre y madre por no presentar rasgos fisonómicos de ninguno de ellos. Es lógico entonces, si ese niño no era europeo y tampoco nativo, que se produciera el abandono de la criatura a su suerte por constituirse en un "otro", en una alteridad con respecto a los prejuicios de todos los estamentos sociales del Chile colonial y republicano. Es el mal de nacer "huacho" y de constituirse en el producto indeseado del tipo de relación que fuese, tanto para sus padres como para la sociedad institucionalizada. Al respecto, Gabriel Salazar apunta ¿Qué sentía mamá cuando escapaba corriendo de vuelta hacia su rancho? ¿Iba con pena? ¿Iba llorando? Tal vez si. Pero es probable también que no, porque, según lo que revela otro de sus "procedimientos", solía regalarnos, a plena luz del día y con una gran sonrisa en sus labios - como si fuéramos una flor de su jardín - , a algún patrón o patrona muy querido para ella. Y no era todo: otras veces preferían vendernos a la usanza - como se denominaba este "procedimiento" - a los mercachifles que proporcionaban niños huachos y chinas a las casonas y palacios de Santiago, que devoraban y consumían sirvientes como si fueran "frutos del país". En la capital, los huachos servíamos para rellenar cualquier oficio servil: desde esclavos puertas adentro de las casas señoriales, hasta las plazas vacías del Ejército de la Patria; todo, por supuesto, a "ración y sin salario". Pero eran muchas las mujeres - más de lo que cualquiera pudiera imaginar - que, en su desesperación, tomaban la decisión suprema de deshacerse de nosotros de un modo más directo: arrojándonos al fondo de una quebrada. Allí, entre el barro y el estiercol, terminábamos convertidos en carne para perros, ratas y chanchos".


La sociedad chilena del S.XIX próspero y rico gracias al carbón, el trigo y el salitre buscó en la filantropía y en algunas familias de buena voluntad acoger a estos niños; más tarde, sobre todo, desde 1930 en adelante y hasta 1973, fue el Estado el que se consagró a generar mayor justicia social. Sin embargo, quedó pendiente la tarea de reconocernos como sociedad y, también, como lo "otro".

El latinoamericano, en general, y nosotros los chilenos en particular, atesoramos intrínsicamente ese pasado patronal - atestiguado en nuestra tradición estatista, vista ésta como un padre siempre dispuesto a proveer al necesitado y, también, a castigar al que rompe el modelo preestablecido; de allí también nuestra tendencia al autoritarismo político - en donde la desconfianza, el disimulo, la reserva cortés que cierra el paso al extraño, la ironía, todas, en fin, las oscilaciones psíquicas con que al eludir la mirada ajena nos eludimos a nosotros mismos, son rasgos de gente dominada, que teme y que finge frente al señor (ejemplos sobran como el caso de la jerarquía burocrática en el tipo de empresa que sea). Es revelador que nuestra intimidad jamás aflore de manera natural, sin el acicate de la juerga, el alcohol o la muerte. Esclavos, siervos y razas sometidas se presentan siempre recubiertos por una máscara, sonriente o adusta. Y únicamente a solas, en los grandes momentos, se atreven a manifestarse tal como son. Todas sus relaciones están envenenadas por el miedo y el recelo (manifestación típica en Chile el chaqueteo y el cahuineo). Miedo al señor, recelo ante sus iguales. Cada uno observa al otro, porque cada compañero puede ser también un traidor. Para salir de sí mismo el siervo - entiéndase cualquier empleado apatronado - necesita saltar barreras, embriagarse, olvidar su condición. Vivir a solas, sin testigos. Solamente en la soledad se atreve ser. Como lo que le ocurría a Mateo Vega.

La historia está llamada a esclarecer muchos de esos comportamientos y fantasmas que nos determinan, pero no los disipará. Sólo nosotros podemos enfrentarnos a ellos. La historia nos ayuda a entender ciertos rasgos de nuestro carácter, a condición de que seamos capaces de aislarlos y denunciarlos previamente - ser honestos, en todo caso, nos cuesta mucho -.

Un ejemplo para graficar lo dicho, reafirmándome en el propio Paz. Cuándo un chileno quiere maldecir - por lo que sea - grita "Por la puta madre". Y ¿qué es la puta? Ante todo es la madre. No una madre de carne y hueso, sino una figura mítica. La puta es una representación de la maternidad; de esa india, negra, zamba, mestiza, china que era obligada a tener sexo con el patrón o lisa y llanamente era violada por un peón, gañán, negro, español o señorito. La puta es la madre que ha sufrido, metafórica o realmente, la acción corrosiva e infamante implícita en el verbo que le da nombre. Esta maledicencia no sólo se utiliza para desaprobar moralmente a una mujer o a un hombre, sino que también lleva consigo una carga implícita de fracaso, de haber fallado en algo, o bien equivale, de igual modo, a la destrucción de algo, asi como también algo que resultó fabuloso y exitoso (las menos de las veces).

El poder mágico de la palabra se intensifica por su carácter prohibido. Nadie la dice en público. Solamente un exceso de cólera, una emoción o el entusiasmo delirante, justifican su expresión franca. Es una voz que, generalmente, se escucha entre hombres, o en fiestas. Al gritarla, rompemos un velo de pudor, de silencio o hipocresía. Nos manifestamos tales como somos de verdad.

Dice Octavio Paz al respecto de las implicancias del "hijo de la chingada", equivalente a nuestro hijo de puta, o la puta que te parió, o de puta madre, o ándate a la puta. La chingada es la "madre abierta", "violada". "Estamos solos. La soledad, fondo de donde brota la angustia, empezó el día en que nos desprendimos del ámbito materno y caímos en un mundo extraño y hostil. Hemos caído; y esta caída, este sabernos caídos, nos vuelve culpables. ¿De qué? De un delito sin nombre: haber nacido."

Finalmente, y tratando de involucrar todos los tópicos analizados, la figura femenina se vuelve trascendental en esta presentación; sobre todo hoy, que está tan de moda el concepto de femicidio político para referirse a la situación política contingente que nos toca vivir. La mujer siempre se ha planteado al hombre como lo "otro", su contrario y complemento. Si una parte de nuestro ser anhela fundirse a ella, otra, no menos imperiosamente, la aparta y la excluye. La mujer es un objeto, alternativamente precioso o nocivo, mas siempre diferente. Al convertirla en objeto, en ser parte, y al someterla a todas las deformaciones que su interés, su vanidad, su angustia y su mismo amor le dictan, el hombre la convierte en instrumento ( a recordar que una de las madres de nuestra historia es Inés Suárez, amante de Pedro de Valdivia, quien al saber de la inminente llegada de Marina - su mujer - casa a su amante con su mejor amigo, Rodrigo de Quiroga, lo que nos lleva indefectiblemente a que desde nuestros inicios la mentira, el engaño, la falta de honestidad y la manipulación de las situaciones a nuestra conveniencia no es de ahora nada más). Medio para obtener el conocimiento y el placer, vía para alcanzar la supervivencia, la mujer es ídolo, diosa, madre, hechicera o musa, según nos muestra Simone de Beauvoir pero jamás puede ser ella misma. Y cuando, ocasionalmente, en este tipo de sociedades, una mujer logra revertir ser objeto para convertirse en sujeto, vuelven a asomar los fantasmas de una cosmogonía que la coloca en el centro de cualquier desgracia posible sólo por el hecho de ser la que carga con el pecado original, con la supeditación al hombre, con el estigma de ser la madre violada de los latinoamericanos....la puta madre!!!

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