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jueves, 4 de octubre de 2007

El miedo (5ª parte) El sentido de la muerte hoy

La muerte dejó de ser un proceso natural para transformarse en un acontecimiento médico subordinado a una biopolítica en cuyo orden el destino de los cuerpos se dirime en la esfera institucional. Si este giro es advertido a tiempo, se impone la urgencia de escapar de una muerte tecnificada y expropiada hasta el punto de que con ella se desvaloriza y se descuida a la persona que el moribundo continúa siendo. Porque lo cierto es que la medicalización de la vida es una estrategia bifronte que, por una parte, propone una lucha encarnizada contra la muerte y, al mismo tiempo, una vez que la “batalla” es dada por perdida, una vez que se admite que la muerte es inminente, se desprecia el proceso del morir por su misma inevitabilidad. En el transcurso del fin, cuando ya no es útil según los cánones sociales y a medida que se va tornando un estorbo, el moribundo es abandonado, marginado del mundo de los vivos, separado de sus lazos afectivos, disociado de su historia vital.

Ese aspecto bifronte de estos fenómenos correlativos -la progresiva y constante medicalización de la vida y la marginación de la muerte- se expresa en cuatro prácticas sociales no siempre evidentes: la expropiación del proceso del morir, una radical escisión entre la vida y la muerte, la desacralización de la muerte y, por último, su negación.

La expropiación de los acontecimientos más personales de la existencia humana se manifiesta tanto en el nacimiento como en la muerte, ya que ambos aparecen signados por la presencia del otro: en el inicio de la vida, la alteridad se expresa en el cordón umbilical que une al neonato con ese otro primigenio que es la madre. En los momentos postreros, la presencia de la alteridad aparece toda vez que el médico trata de salvar una vida, pero también se descubre cuando los seres queridos han dedecidir la interrupción de un tratamiento. Salvo raras excepciones, en el horizonte de la muerte propia se impone la presencia de los otros.

Por otra parte, desde el punto de vista de quien experimenta el pasaje de la vida a la muerte, este fenómeno se caracteriza esencialmente -cuando menos en el dominio secular y racional- por ser privativo de cada sujeto y, a su vez, intransmisible, ya que nadie puede prestar su testimonio sobre esta experiencia. Pero como la vida humana se constituye a partir de complejas redes de significaciones, la muerte ajena es una referencia constante de la muerte de uno mismo y, cada vez que se hace presente, reaviva la angustia ante el propio fin y provoca lo que se dio en llamar el traumatismo de la muerte.

Con el fin de defenderse de esta angustia, se suele negar la idea de la muerte, confinándola en un espacio distante de aquel al que pertenece el espectador: la muerte le acontece a los demás. Pero cuando ese acontecimiento se torna personal, cuando ese otro espectador se transforma finalmente en actor, hay dos maneras de confrontarse con ella: receptiva o activamente. Toda vez que la muerte aparece ya no como una amenaza sino más bien como una posibilidad que nos convoca en carne y hueso, comportarnos activamente puede significar la reivindicación de nuestro derecho a morir y, en circunstancias privilegiadas, la elección de qué clase de muerte deseamos para nosotros. Apropiarnos de la muerte es, en última instancia, incorporarla en nuestra biografía.

La radical escisión entre la vida y la muerte es un rasgo característico de la cultura contemporánea. Tradicionalmente, al ser concebida como un designio del Creador, la muerte constituía un todo integrado con la vida. Y, según se creía, por el solo hecho de haber sido dispuesta por Dios, la muerte poseía un carácter sagrado. Esta investidura inducía a que se profesara un venerable respeto hacia el moribundo. Entonces era natural que, una vez acontecida la muerte, se alzaran monumentos funerarios y se celebraran ceremonias rituales.


Distante de esa diferencia, en nuestra cultura secular la muerte ya no es concebida como una etapa más de la vida. Y a modo de corolario, ha sido expulsada del mundo de los vivos, en tanto y en cuanto las circunstancias que acompañan a toda muerte contradicen los valores fundamentales de dicha cultura. Pues en el imaginario colectivo, la muerte representa una tríada de fracasos difícilmente admisibles. En primer lugar, en una sociedad que reclama una justa distribución de cargas y beneficios, se la vive como una injusticia, y en sintonía con esta lógica economicista, muchas veces se margina al moribundo, sujeto improductivo en una sociedad signada, precisamente, por los valores del éxito y de la producción. Por otra parte, en una sociedad que admite apenas los errores en el campo científico, la muerte es vivida como una derrota de la medicina (de allí todos los problemas que se condensan en el llamado encarnizamiento terapéutico y la resistencia generalizada a aceptar la presunta batalla perdida). Por último, en una sociedad hedonista, donde el valor de un bien se mide por el placer o displacer que provoca, la muerte es vivida como penosa y antiestética. Vivimos en una cultura que admira la juventud y la perfección física, donde los valores consagrados y defendidos por el imperio de la imagen se alzan, arrogantes, frente a la realidad de la muerte, que “es ausencia de imagen, generalmente de juventud, y a través del rechazo y del consiguiente siempre de belleza”. Aislamiento en que se lo sume al moribundo, la estética contemporánea legitima el antagonismo entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos.

Si por añadidura el imperativo de preservar la funcionalidad familiar y social encamina el proceso del morir, es un requisito que ya no se muera en el hogar sino en un lecho extraño. El acto de desterrar al moribundo en una institución impide que la muerte alcance a invadir el ámbito de la vida privada y que altere de manera perversa la comodidad. En la de quienes deben continuar con sus actividades cotidianas. Consecución de este proceso de marginación, al moribundo se lo obliga a atravesar etapas bien diferenciadas -territorios topológicamente delimitados en su institucionalización-, donde cuanto mayor es su dolencia y más delicado su estado, más radical es su exclusión. Piénsese, por ejemplo, en las distintas “residencias” por las que transita el moribundo hasta arribar a su morada final. Un ejemplo habitual es el del enfermo senil quien, cuando no puede ser cuidado por sus familiares, es internado en un geriátrico, antecámara de la muerte y versión moderna del leprosario. El geriátrico preanuncia si no la muerte física, cuando menos la muerte social. El anciano es alejado de sus afectos y de su personalidad civil; de allí que en ese nuevo espacio hasta su documento de identidad se torne superfluo. Más adelante, cuando el deterioro avanza, es internado en una institución de salud, muchas veces en una sala general, donde todavía es visitado por sus familiares y se relaciona con sus vecinos de cama. Una vez que su salud declina, es trasladado al servicio de terapia intermedia hasta que, finalmente, agravados sus síntomas, acaba sus días en una sala de terapia intensiva, donde no muere en su lecho sino, casi siempre, conectado a aparatos, aislado completamente del mundo de la vida y de los lugares, personas, vínculos y objetos que hacen a su propia historia.

En el transcurso de este proceso progresivo de institucionalización, el moribundo es erradicado de las coordenadas espacio-temporales de la cotidianeidad. Confinado a ese no-lugar de exclusión, a menudo el moribundo interpreta su derecho a morir como un deber de morir. Y en el mejor de los casos, intenta tomar las riendas de lo que le resta de vida en sus propias manos, transgrediendo la lógica contemporánea, que hace que los rituales de la muerte conduzcan casi sin excepción a una tercerización del propio fin.

Hoy asistimos, además, a una progresiva desacralización de la muerte. Durante siglos los rituales se instituyeron como un conjunto imprescindible de reglas que fijaban el desarrollo de las ceremonias religiosas y, a su vez, colaboraban para vivir personal y comprometidamente la transición entre un estadio vital y otro. En este sentido, uno de los rasgos observados por numerosos antropólogos en diversas culturas es la doble función de los ritos fúnebres, que domestican la muerte y, al mismo tiempo, allanan el duelo de los sobrevivientes.

Antiguamente, la persona que presentía su propia muerte se preparaba para recibirla. ¿De qué modo? A través de un ritual postrero. No sólo llevaba a cabo un balance interior, sino que convocaba a sus seres queridos y los reunía a su alrededor. Esos momentos íntimos le eran reservados para transmitir a los demás sus últimas voluntades, anticipar la distribución de su herencia, perdonar ofensas, aconsejar y advertir. Una vez acaecida la muerte, al difunto se lo lavaba en su propio lecho y se lo velaba en su propio hogar, morada que a partir de ese momento albergaba únicamente sus recuerdos. En un gesto de significación profunda, este ritual de purificación lo volvía protagonista de su muerte y mostraba que la vida y la muerte no se concebían como dos polos antagónicos, dado que la última era el desenlace natural de la primera, a la que se hallaba culturalmente integrada.

En una era desacralizada, la muerte es percibida a menudo como una suerte de ofensa contra los vivos, como una mácula que, una vez que no puede ser mimetizada con la vida, conviene ocultar. Así se explica que el difunto ya ni siquiera sea despedido en su hogar: rápida y burocráticamente se contratan servicios especiales ofrecidos por velatorios donde todo se vende “profesionalizado”, donde circunspectos empleados de traje oscuro confieren al evento el toque acorde de discreción y elegancia. Gracias a estos nuevos rituales, el cadáver no contamina el mundo de los vivos. El entierro, por lo menos en aquellos segmentos sociales que pueden afrontarlo financieramente, se lleva a cabo en asépticos jardines con música funcional. Y hasta una nueva opción parece imponerse cada día más: la cremación de los restos. La incineración, aceptada por la Iglesia Católica en 1963, da lugar a una práctica mortuoria con notorias ventajas y más acorde con los nuevos tiempos, pues es más económica que la sepultura, las ceremonias son más breves, los restos mortales ocupan menos espacio y hasta son trasladables. Finalmente, el duelo es casi un rito superfluo, una ceremonia arcaica que no condice con los valores de la producción globalizada. No entra ni en la ética del trabajo ni en la estética del llamado “tiempo libre”.

Sin embargo, el rito que acompañaba a la muerte en los tiempos precedentes no era un formalismo vacío, ya que cumplía una función terapéutica y formaba parte de una cultura fenecida donde el dolor era exhibido y, en cuanto tal, compartido y respetado. Hoy por hoy, con la sustitución de los antiguos rituales, la muerte se ha escindido casi completamente del mundo de los vivos.

La negación de la muerte, finalmente, permite conjurar el miedo que provoca, crearse la ilusión de que ella no es. Ese miedo exorciza no sólo la muerte del otro, sino la más temida, la propia. En La muerte de Iván Ilich, León Tolstoi retrata la escena de un moribundo condenado a representar la comedia de su propio fin: el médico lo alienta a una pronta mejoría, sus familiares sólo le dirigen palabras de esperanza en su pronta recuperación, y al enfermo no le resta sino simular que desconoce completamente la proximidad de su muerte. Portando cada actor su propia máscara, se construye un simulacro que no sólo separa al moribundo de los vivos, sino que además lo obliga a interpretar una macabra comedia, en lugar de vivir la genuina tragedia que significa para él su propia muerte. Al confinar al moribundo, se crea una nueva exclusión.

El filósofo Michel Foucault, estudió el fenómeno de la marginación y expulsión de la sociedad, concluyendo que cada época, con el fin de preservar sus valores hegemónicos, necesita expulsar a todos aquellos que no responden a la ideología dominante. Ya se trate de las brujas en la Edad Media, de los herejes en la Inquisición, de los confinados en los leprosarios del Humanismo, de los locos de los manicomios en la Edad Moderna, o de los moribundos en la aldea global, todos ellos son víctimas que, al apartarse de la media del grupo mayoritario, deben ser desterrados de la comunidad. Esta estrategia biopolítica de exclusión del diferente que, ineludiblemente, llegado el momento todos seremos, irónicamente aspira a ser una medida higiénica que promueve la cohesión social.

Si vivimos confinados en una cultura que reniega de los moribundos, es comprensible -y tal vez hasta constituya el acto último de una sabiduría prudencial- que quien se acerca a su fin se niegue a ser condenado a ese estatuto por un tiempo indeterminado e indeterminable. Cautivo de la tecnomedicina, el moribundo teme, con justificado horror, ser preso de un tiempo sin tiempo.

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