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domingo, 30 de septiembre de 2007

El miedo (4ª parte): El nacimiento de la reclusión hospitalaria

Aquellos que experimentan algunos de los males que hemos analizado en "El miedo 3ª parte"(*), en algunas ocasiones, son recluídos en clínicas u hospitales psiquiátricos destinados a escudriñar en los modelos de comportamiento y en sus patrones patológicos, administrados por psiquiatras que aportan un renovado soporte metodológico, totalmente innovante con respecto a lo que se hizo hasta el S.XVIII dentro de los dispositivos sanitarios en la Europa occidental, reproducción, obviamente, de una sociedad disciplinaria (*) que obedece a la entronización de una economía política generada por el orden burgués que se consolida a partir de la revolución industrial (* Véase entradas correspondientes).

Con anterioridad al S. XVIII el hospital era esencialmente una institución de asistencia a los pobres, pero al mismo tiempo era una institución de separación y exclusión. El pobre, como tal, necesitaba asistencia y, como enfermo, era portador de enfermedades y propagador de éstas (tanto físicas como morales). En resumen, era peligroso. De ahí la necesidad de la existencia del hospital, tanto para recogerlo como para proteger a los demás contra el peligro que entrañaba. Dice Foucault - entonces - que el hospital era un lugar para ir a morir. El personal hospitalario no estaba destinado a curar al enfermo sino a conseguir su propia salvación. Era un personal caritativo (religioso o laico) que estaba en el hospital para hacer obras de misericordia que le garantizaran la salvación eterna. Por consiguiente, la institución servía para salvar el alma del pobre en el momento de la muerte y también la del personal que lo cuidaba: En resumidas palabras, el "hospital general" era un lugar de internamiento donde cohabitan enfermos - leprosos -, locos - peligrosos para la sociedad - y prostitutas sin ninguna finalidad médica.

La intervención del médico en la enfermedad giraba en torno del concepto de crisis. El médico debía observar al enfermo y a la enfermedad desde la aparición de los primeros signos para descubrir el momento en que se producía la crisis. Ésta era el momento en el que en el enfermo se enfrentaban su naturaleza sana y el mal que lo aquejaba. En esta lucha entre la naturaleza y la enfermedad, el médico debía observar los signos, pronosticar la evolución, y favorecer, en la medida de lo posible, el triunfo de la salud y la naturaleza sobre la enfermedad. O sea, el médico sólo se remitía a la observación del paciente - los médicos no eran clínicos, sólo recibían consultas debido a un prestigio ganado por algunas curas que hubieran conseguido con sus pacientes -, lo que habla de que en esa época no había nada de prácticas médicas tales como la organización de los conocimientos hospitalarios o tratamientos acordes a un estado de insanidad o enajenación mental: antes del S. XVIII la locura no era objeto sistemático de internamiento y era considerada fundamentalmente como una forma de error o de ilusión, pertenecía mas bien, a las quimeras del mundo; podía vivir en medio de esas quimeras y no tenía porque ser separada de ellas más que cuando adoptaba formas extremas o peligrosas. Los remedios prescritos para la locura eran los viajes, el reposo, los paseos, el retiro y la ruptura con el mundo artificial, incluso con puestas en escena dramáticas en las que se exponía al enfermo la realidad ficticia en que vivía para que sanase al ver su condición extraviada.


Pero todo cambia con el advenimiento de la modernidad y su discurso basado en el progreso capitalista. A partir de este momento la locura aparece no tanto como una perturbación del juicio cuanto como una alteración en la manera de actuar, de querer, de sentir las pasiones - el miedo por ejemplo -, de adoptar decisiones y de ser libre. ¿Y, entonces, qué rol juega el manicomio en este nuevo proceso?

En primer lugar, permitir descubrir la verdad en la enfermedad mental, alejar todo aquello que en el medio en el que vive el enfermo pueda enmascararla, confundirla, proporcionarle formas aberrantes, alimentarla y también potenciarla. Pero todavía más que un lugar de desvelamiento, el hospital, es un lugar de confrontación; la locura, voluntad desordenada, pasión pervertida, debe de encontrar en él una voluntad recta y pasiones ortodoxas. El médico de manicomio, el protagonista de este cambio, es a la vez quien puede decir la verdad de la enfermedad gracias al saber que posee sobre ella y quien puede producir la enfermedad en su verdad y someterla a la realidad gracias al poder que su voluntad ejerce sobre el propio enfermo. El médico es competente, conoce a los enfermos y las enfermedades, detenta un saber científico que es del mismo tipo que el del químico o el del biólogo. Para Foucault, el psiquiatra se convierte en el "dueño de la locura": el médico es quien la hace mostrarse en su verdad (cuando se oculta, permanece emboscada o silenciosa) y quien la domina, la aplaca y la disuelve, tras haberla desencadenado sabiamente a través de técnicas como la hipnosis y la sugestión y métodos propios del encierro al que se ven sometidos los internos. El miedo, nuevamente aflora, pero en esta ocasión a través del aislamiento, de los interrogatorios públicos y privados, de los tratamientos-castigo tales como la ducha, los coloquios morales (para estimular o amonestar), de la disciplina rigurosa, del trabajo obligatorio, de las recompensas, de las relaciones preferentes entre el médico y determinados enfermos, de las relaciones de vasallaje, de posesión, de domesticación, y a veces de servidumbre que ligan al enfermo con el médico.

En otra oportunidad analizaremos el origen de la psiquiatría moderna, sin embargo la idea era dar luces acerca del origen del encierro mental contemporáneo, motivo de este asilo en el cual me encuentro recluído y desterrado de mis afectos y de mis voliciones.

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