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domingo, 6 de abril de 2008

El discurso del loco (Tomado del "Orden del discurso" de Michel Foucault)

Supongo que en toda sociedad la producción del
discurso está a la vez controlada, seleccionada y redistribuida por un
cierto número de procedimientos que tienen por función conjurar los
poderes y peligros, dominar el acontecimiento aleatorio y esquivar su
pesada y temible materialidad.
En una sociedad como la nuestra son bien conocidos los procedimientos
de exclusión. El más evidente, y el más familiar también, es lo
prohibido. Se sabe que no se tiene derecho a decirlo todo, que no se
puede hablar de todo en cualquier circunstancia, que cualquiera,
en fin no puede hablar de cualquier cosa. Tabú del objeto, ritual de la
circunstancia, derecho exclusivo o privilegiado del sujeto que habla: he
ahí el juego de tres tipos de prohibiciones que se cruzan, se refuerzan o
se compensan, formando una compleja malla que no cesa de modificarse.
Existe en nuestra sociedad otro principio de exclusión: no se trata ya
de una prohibición sino de una separación y un rechazo. Pienso en
la oposición razón y locura. Desde la más alejada Edad Media, el loco
es aquél cuyo discurso no puede circular como el de los otros: llega a
suceder que su palabra es considerada como nula y sin valor, no
conteniendo ni verdad ni importancia, no pudiendo testimoniar ante la
justicia, no pudiendo autentificar una partida o un contrato, no
pudiendo ni siquiera, en el sacrificio de la misa, permitir la transubstanciación
y hacer del pan un cuerpo; en cambio suele ocurrir también
que se le confiere, opuestamente a cualquier otra, extraños poderes,
como el de enunciar una verdad oculta, el de predecir el porvenir, el de
ver en su plena ingenuidad lo que la sabiduría de los otros no puede
percibir. Resulta curioso constatar que en Europa, durante siglos, la
palabra del loco o bien no era escuchada o bien si lo era, recibía la
acogida de una palabra de verdad. O bien caía en el olvido —rechazada
tan pronto como era proferida— o bien era descifrada como una razón
ingenua o astuta, una razón más razonable que la de las gentes razonables.
De todas formas, excluida o secretamente investida por la razón,
en un sentido estricto, no existía. A través de sus palabras era cómo se
reconocía la locura del loco; ellas eran el lugar en que se ejercía la
separación, pero nunca eran recogidas o escuchadas. Nunca, antes de
finales del siglo XVIII, se le había ocurrido a un médico la idea de
querer saber lo que decía (cómo se decía, por qué se decía) en estas
palabras que, sin embargo originaban la diferencia. Todo ese
inmenso discurso del loco regresaba al ruido; y no se le concedía la
palabra más que simbólicamente, en el teatro en que se le exponía,
desarmado y reconciliado, puesto que en él jugaba el papel de verdad
enmascarada. Se me puede objetar que todo esto actualmente ya está
acabado o está acabándose; que la palabra del loco ya no está del otro
lado de la línea de separación; que ya no es considerada como algo
nulo y sin valor; que más bien al contrario, nos pone en disposición
vigilante; que buscamos en ellas un sentido, o el esbozo o las ruinas de
una obra; y que hemos llegado a sorprender, esta palabra del loco,
incluso en lo que nosotros mismos articulamos, en ese minúsculo
desgarrón por donde se nos escapa lo que decimos. Pero tantas consideraciones
no prueban que la antigua separación ya no actúe; basta
con pensar en todo el armazón de saber, a través del cual desciframos
esta palabra; basta con pensar en toda la red de instituciones que
permite al que sea —médico, psicoanalista— escuchar esa palabra y
que permite al mismo tiempo al paciente manifestar, o retener desesperadamente,
sus pobres palabras; basta con pensar en todo esto para
sospechar que la línea de separación, lejos de borrarse, actúa de otra
forma, según líneas diferentes, a través de nuevas instituciones y con
efectos que no son los mismos. Y aun cuando el papel del médico no
fuese sino el escuchar una palabra al fin libre, la escucha se ejerce
siempre manteniendo la cesura. Escucha de un discurso que está
investido por el deseo, y que se supone —para su mayor exaltación o
para su mayor angustia— cargado de terribles poderes. Si bien es
necesario el silencio de la razón para curar los monstruos, basta que el
silencio esté alerta para que la separación permanezca.
Quizás es un tanto aventurado considerar la oposición entre lo verdadero
y lo falso como un tercer sistema de exclusión, junto a aquéllos
de los que acabo de hablar. ¿Cómo van a poder compararse razonablemente
la coacción de la verdad con separaciones como ésas, separaciones
que son arbitrarias desde el comienzo o que cuando metías se
organizan en torno a contingencias históricas; que no sólo son modificables
sino que están en perpetuo desplazamiento; que están sostenidas
por todo un sistema de instituciones que las imponen y las acompañan
en su vigencia y que finalmente no se ejercen sin coacción y sin
una cierta violencia?
Ciertamente, si uno se sitúa al nivel de una proposición, en el inte–
rior de un discurso, la separación entre lo verdadero y lo falso no es ni
arbitraria, ni modificable, ni institucional, ni violenta. Pero si uno se
sitúa en otra escala, si se plantea la cuestión de saber cuál ha sido y
cuál es constantemente, a través de nuestros discursos, esa voluntad de
verdad que ha atravesado tantos siglos de nuestra historia, o cuál es en
su forma general el tipo de separación que rige nuestra voluntad
de saber, es entonces, quizás, cuando se ve dibujarse algo así como un
sistema de exclusión (sistema histórico, modificable, institucionalmente
coactivo).

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