En ese artículo, escrito por Evelyne Patlagean se define al imaginario como aquel conjunto de representaciones que desbordan el límite trazado por los testimonios de la experiencia y los encadenamientos deductivos que éstos autorizan. En palabras más sencillas, se trata de aquella frontera entre lo concreto y lo irreal que siempre está presente en la realidad humana desde lo colectivo a lo individual - en cualquier ámbito - y que desde nuestra posición en el presente, insertos en una cultura particular, trazamos una divisoria para cotejarnos con esos tiempos alejados de nosotros.


Ahora bien, el imaginario deberá cuadrar dentro de una periodización concreta - a veces un tanto difusa por los cortes curriculares de la enseñanza formal - sea ésta a través de las largas duraciones o estructuras (término braudeliano que hace referencia a grandes períodos de tiempo en los cuales una sociedad está constituída por ciertos rasgos homogéneos que la caracterizan e identifican) o bien, a través de campos temáticos circunscritos en tiempos y lugares determinados.
El advenimiento de la modernidad, desde los siglos XV al XVIII, trajo consigo un progresivo desarrollo de la razón con la consabida ruptura - parcial - de los fenómenos atingentes a la esfera clerical, junto con el desarrollo de la burguesía, intrínsicamente un sector social urbano y pragmático a la hora de enfrascarse en asuntos vinculados con la imaginería popular. Más bien, el burgués buscó encauzar el orden del mundo y dejar de lado explicaciones surgidas desde la religión, las cuales cristalizaban sobremanera en el medio rural. Robert Mandrou lo explicita de la siguiente forma: La continuidad permanece en los ambientes antiguos, el campo, los eruditos clericales, teólogos y predicadores, mientras que la burguesía ilustrada de los magistrados y los médicos descubren la posible reducción a la estafa o a lo patológico.

Estas coyunturas mentales o climas de sensibilidad encierran, lo que el mismo Mandrou denomina, epidemias mentales o brotes de imaginería popular. Se enfrascan en una pugna las viejas tradiciones con todo el acerbo racional y moderno del siglo de la revolución científica: la caza de protestantes da paso a la caza de brujas, la etapa de la sensibilidad lagrimeante y cruel en donde destacan el morbo de la autoflagelación de monjes, las guerras civiles que afectan a buena parte de Europa, etc. En este contexto surge la evasión.
En un mundo en donde las constricciones, sociales o naturales, pesan tanto sobre la enorme mayoría de los hombres, evadirse - huir del mundo, de las realidades diarias, molestas y agotadoras - temporal o definitivamente, se presenta como una actividad compensatoria. Mundos imaginarios, relatos exóticos, fiestas y manifestaciones teatrales, Satán como fuente de poder y dominación sobre otros o el suicidio serán las fuentes más recurrentes a donde dirijirán sus pasos estos hombres que viven en la encrucijada, en el contrapunto, en el punto de inflexión de lo medieval a lo moderno.
Recién, en la tarde, escuché a Luis Eugenio Silva hablar de Satán y de cómo hoy en día nadie cree en él y en sus acciones maléficas. Comúnmente escuchamos hablar del "mal de ojo" a los recién nacidos - sobre todo en sectores populares -. En el campo cuando canta el tué - tué alguien va a morir y generalmente deberían morir dos personas más porque siempre se van de a tres. O más de alguien ha ido o conoce a alguien que practica algún tipo de actividad de hechicería, magia o quiromancia. Si no se trata de miedos, entonces de qué estamos hablando. Hoy, cuando la modernidad triunfó y todas aquellas sensibilidades e imaginarios parecían estar durmiendo en los estragos del olvido hemos de escudriñar sólo un tanto para entender prácticas y discursos de hace un par de siglos atrás que nos llevarán a comprender lo que somos hoy día.
Próximamente la tercera parte...
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